domingo, 29 de octubre de 2023

¿Qué hace exactamente un director de orquesta?

Gustavo Dudamel dirigiendo a la Orquesta Juvenil Simón Bolívar en Oslo, en 2010. Miguel O. Strauss/Flickr, CC BY-NC
Cristina Simón, IE University

En los últimos tiempos están proliferando las películas sobre la figura de los directores de orquesta. A principios de este año pudimos ver Tar, basada en la figura de Marin Alsop, y próximamente se estrenarán Divertimento –sobre la creación de la orquesta del mismo nombre por su directora, Zahia Ziouani– y Maestro, biopic del carismático Leonard Bernstein.

Un hombre delante de un atril con batuta salta enérgicamente.
Retrato de Leonard Bernstein, Carnegie Hall, Nueva York, entre 1946 y 1948. Library of Congress/Wikimedia Commons

En ellas se advierte el halo de misterio que acompaña a esta figura, que ya en 1836 Schumann denominó “un mal necesario”. Porque ¿qué hace realmente un director de orquesta?

A simple vista, el personaje sube a un podio y gesticula de forma más o menos histriónica ante un grupo de músicos que conocen a la perfección las partituras que deben interpretar. Paradójicamente, además, es el único miembro que carece de instrumento, y no emite sonido alguno por sí mismo en toda la ejecución. Sin embargo es quien recibe la mayor parte de la ovación del público. ¿Cuál es la aportación de un director a la calidad del resultado sonoro de una orquesta?

Nos centraremos en dos funciones básicas: el liderazgo técnico y el expresivo.

Marcar el ritmo

Si nos fijamos bien en la gestualidad del director durante un concierto notaremos ya una de estas funciones, que es marcar el ritmo de la obra.

Las referencias más tempranas de esta necesidad en la cultura occidental se encuentran en tratados de música del siglo XVI, donde se recomienda que cantantes e instrumentistas se guíen golpeando con la mano o el pie. Ahora bien, las primeras formaciones orquestales de carácter sinfónico durante el siglo XVIII –la época del denominado clasicismo musical representada por compositores como Haydn o Mozart– aún poseían tres características que hacían innecesaria la existencia de una figura de dirección.

En primer lugar, el número de músicos era pequeño, lo que facilitaba su coordinación. Además, el ritmo se mantenía muy estable a lo largo de las piezas, de manera que resultaba sencillo mantenerlo sin una guía externa. Por último, los músicos tocaban de manera prácticamente continua de principio a fin. Por ello, solía ser el propio compositor (a menudo tocando el clavecín o el violín) quien proporcionaba las indicaciones básicas de entrada y finalización a la orquesta.

Dibujo del interior de una iglesia en donde una orquesta toca a las órdenes de un director mientras el público atiende.
Misa en conmemoración de Santa Cecilia en la iglesia de Saint-Eustache de París dirigida por Charles Lamoureux (1834-1899). Bibliothèque nationale de France

El primer tercio del siglo XIX, marcado en la cultura occidental por la figura de Beethoven (1770-1827), puso de manifiesto la necesidad de una dirección orquestal. Su obra supuso un salto cualitativo en cuanto a la complejidad de las composiciones. El tamaño de las orquestas se incrementó notablemente, y los instrumentos comenzaron a alternarse en orquestaciones sofisticadas.

Todo esto generó la necesidad de organizar ensayos formales previos a las representaciones, liderados a menudo por el propio compositor. Si pensamos que una orquesta sinfónica cuenta con un mínimo de ochenta miembros es fácil comprender que se necesita una figura que imponga un criterio único en lo que respecta a sincronizar tanto las entradas de los músicos como el ritmo y el tempo general de las obras. Mientras que los músicos cuentan solamente con sus partes respectivas (partituras que incluyen solamente los compases que deben interpretar), el director es el único que dispone de la partitura completa, el único que tiene la visión de conjunto de la obra.

Voz única

La posibilidad de representar la obra de un compositor sin su presencia, que se materializó al consolidarse un mercado internacional de editores musicales, nos conduce a la segunda función básica de un director, la expresiva.

A pesar del desarrollo que fue experimentando paulatinamente la notación musical para que un autor pudiera transmitir instrucciones sobre el carácter que quería imprimir a los diferentes pasajes de sus piezas, lo cierto es que dicha notación no alcanza en absoluto a precisar la intención que se persigue con la obra. Y es en esta limitación donde reside la infinita gama de interpretaciones de una misma pieza, y donde la dirección de orquesta cobra toda su relevancia.

Algunos ejemplos ilustran este punto. Gustav Mahler, uno de los compositores más prolijos en anotaciones en las partituras por ser también director de orquesta, señala en un pasaje de su Segunda Sinfonía que “los trombones, violines y violas deben tocar sólo si es necesario para evitar que el coro se desinfle”, dejando así a criterio del director la decisión final. Otras indicaciones tales como “con máximo poder” o “imperceptible, un poco más agitado” dan una idea de las múltiples lecturas que pueden realizarse sobre el carácter de una obra.

Desde este margen de libertad interpretativa de la partitura, el director elabora su propio modelo mental de cómo debe ser ejecutada una determinada pieza, generándose así versiones personales que pueden llegar a ser muy distintas. Podemos comprobar fácilmente estas diferencias escuchando los primeros compases de la Obertura Coriolano de Beethoven en las versiones de Karajan, Fürtwangler o Savall.

La Obertura Coriolano dirigida por Karajan con la Berliner Philharmoniker en enero de 1975.

Líder de grupo

El siguiente paso para el director consiste en persuadir a un colectivo de decenas o cientos de músicos de que coordinen sus respectivas ejecuciones con esa misma intención expresiva.

Esta labor requiere de un notable liderazgo, entendido como la capacidad de motivar al colectivo a seguir sus indicaciones interpretativas, incluyendo no solo el tempo sino también la intensidad relativa de cada solista o grupo instrumental, los fraseos o los múltiples matices que terminan dotando de un determinado color a la música.

Dicho liderazgo se ha ejercido hasta hace poco tiempo, como en tantos otros campos de actividad, a través del poder jerárquico y las actitudes autoritarias. Así, son múltiples las anécdotas de directores como el irascible Toscanini que insultaba frecuentemente a la orquesta, el divo von Karajan que dirigía con los ojos cerrados y apenas hablaba con los músicos o el elegante Claudio Abbado, suave y educado en sus formas pero conocido por susurrar al director artístico al finalizar los ensayos los nombres de los músicos a los que quería fuera de sus conciertos.

Hoy día los músicos cuentan con más voz en las instituciones, existe una mayor diversidad de todo tipo en las orquestas y ello exige un liderazgo más cercano, abierto y persuasivo.

El venezolano Gustavo Dudamel, que dirigirá próximamente la Filarmónica de Nueva York, Kirill Petrenko, al frente de la Filarmónica de Berlín, o el jovencísimo Klaus Makkela, recientemente nombrado director titular de la Royal Concertgebouw holandesa, son magníficos ejemplos de directores de orquesta que aportan valor, dejan huella y son capaces de crear un entorno en el que los músicos de la orquesta se sienten estimulados, crecen artísticamente y están motivados para llevar las obras de música a sus estándares más altos.The Conversation

Cristina Simón, Master en Musicología por la Universidad de La Rioja y Profesora de Comportamiento Organizacional en IE University, IE University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

miércoles, 4 de octubre de 2023

¿POR QUÉ NO TE CALLAS? “La actitud en los conciertos en España va a peor”: cómo los móviles y los fans irrespetuosos arruinan la música en directo

IÑIGO LÓPEZ PALACIOS

Cámaras, charletas, arrojar objetos al escenario... ¿Ha olvidado el público cómo comportarse en los conciertos? ICON

Un post en X y las quejas públicas de varios artistas han abierto la caja de Pandora: muchos músicos piensan que la actitud del público en directos y festivales se deteriora por momentos.


Hace unas semanas, Lucy Mae Walker, una desconocida cantante folk británica, escribió en X un post titulado Reglas de etiqueta para los conciertos. Eran cuatro normas básicas: “No hables durante el concierto”. “Vive el momento” (es decir, una foto o un vídeo, bien. Ver el concierto a través de la pantalla del móvil, mal). “El resto del público no ha pagado para verte a ti” (no tapes la visión del resto del público, no cantes más alto que el intérprete...) y “Pásalo genial”. Era su forma de protestar contra lo que ella, que reconoce que actúa para menos de 60 personas, consideraba malas prácticas habituales del público, que opina que van en aumento. El post lo vieron dos millones de personas, se volvió viral y empezó el debate sobre el comportamiento del público en los directos.


Se podría decir que la cuestión se internacionalizó, porque en España hace ya meses que los músicos habían empezado a quejarse de la conducta del público. En junio, Sandra Sabater, del grupo Ginebras, emitió un comunicado, también en X, sobre lo que les pasó en el Festival O son do Camiño. “En varios conciertos (incluido el nuestro), las primeras filas estaban copadas de grupos sentados en el suelo reservando hueco para ver a un artista que actuaba después. 


Algunos estaban de pie, con cara de culo, bostezando e incluso vacilando. Esas personas no dejaban disfrutar del concierto a los que sí estaban ahí para escucharnos. No necesariamente fans, también curiosos. Es molesto, es irrespetuoso y es de tener bastante mala educación. No pretendemos gustar a todo el mundo, pero es tan sencillo como dejar hueco a los que sí quieren escucharnos y echarse un poquito para atrás”, escribía. Poco después era Bad Gyal la que sufría algo parecido. “En los festivales a veces me siento un poco extraña porque hay gente aquí delante con cara de observar, de juzgar, de no estar disfrutando. Yo recomiendo, si estáis aquí, intentar pasarlo bien, intentar disfrutar, intentar dejar el juicio”, decía en mitad de un concierto.


El 'post' de Lucy Mae Walker que inició el debate internacional sobre el comportamiento del público en los directos.LUCY MAE WALKER / X

Al parecer, según Joseca, integrante de los muy jóvenes Morreo, este fenómeno es reciente, habitual y tiene una causa concreta: “Este año ha habido un cambio muy importante en los cabezas de cartel de los macrofestivales. Antes estaban más enfocados en el pop y ahora hay una apuesta por la música urbana. Eso hace que se conecte más con las generaciones más jóvenes. El problema que hemos observado son las primeras filas: gente que parece que no lo pasa bien. Es un público nuevo, que nunca ha ido a un festival y se pierde la esencia. Tú a un festival al final vas a escuchar y descubrir música más allá del cabeza de cartel al que vas a ver. 


Gente que se puede convertir en tu grupo favorito”, explica. Lorena Jiménez, de la agencia La Trinchera, coincide con él. “Este verano hemos empezado a asistir a un fenómeno que no conocíamos: el de los festivales en los que tenían cabida artistas más indies, si es que este término se puede seguir utilizando hoy en día, que llevan cabezas de cartel que vienen del mainstream o del reguetón. El público que va a ver a esos artistas, generalmente muy jóvenes, acampa en las primeras filas durante horas e impide acceder a los seguidores de las bandas que actúan previamente. Esto no sería ningún problema si disfrutasen de esos artistas que no conocen. Pero lo que se ha visto es la total falta de respeto. No solo no les hacen caso, si no que en momentos están directamente dados la vuelta y charlando entre ellos: Y eso sí que es una total falta de educación en cualquier circunstancia de la vida. Como la manera de programar no va a cambiar, porque se ha demostrado que es muy rentable, llevará a que los organizadores tengan que tomar la decisión de desalojar esos escenarios tras cada concierto y que nadie pueda acampar durante horas en una primera fila”.


Lo del mal comportamiento del público es algo que se dice desde que hay directos. En los ya lejanos años ochenta, tiempos del primer punk, Evaristo, de La Polla Records cansado de actuar bajo una lluvia de escupitajos, sacaba al escenario una sombrilla en la que se leía ¿Por qué no le escupes a tu puta madre? “Cuando la abría todo el mundo aplaudía, pero luego seguían escupiendo”, explicaba con un punto de añoranza. Ese comportamiento es parte del juego. Incluso hay artistas que aplauden que su público se olvide de que no está solo. Por ejemplo, Adele, que tiene una residencia en el Caesar’s palace de Las Vegas, en la que la audiencia paga una pasta por verla en un auditorio cómodamente sentado. En uno de sus shows un fan completamente emocionado insistía en ponerse en pie, cantando a voz en grito mientras se grababa con una cámara con un palo de selfies. Los intentos de seguridad de decirle amablemente que se sentara para que dejara ver a los que tenían su asiento detrás o que callara para se pudiera escuchar a Adele, tropezaban con su desbocada pasión. Él vivía el momento, a los demás, que les den. Hasta que la misma cantante intervino parando su concierto para ponerse de su lado y censurar la actitud de los acomodadores: “¿Por qué lo molestas? ¿Puedes dejarlo en paz, por favor? No volverán a molestarte, cariño... disfruta del espectáculo”, dijo.




Portarse mal por una pasión mal entendida por el interprete es algo que se sabe que ocurre por lo menos desde que en el siglo XIX se acuñó el término lisztomania para definir el enloquecido comportamiento de los fans del compositor y pianista Franz Liszt. Y posiblemente fue con Elvis Presley, o antes, con quien se popularizó arrojar cosas al escenario como signo de devoción e intento de captar la atención de la estrella. Una práctica peligrosa. En 2004 a Bowie le tiraron una piruleta que se le clavó en un ojo. Pero este verano la moda de lanzar objetos parece haberse generalizado y ha llevado a lesiones. La cantante Bebe Rexha sufrió una lesión ocular tras golpearla un teléfono móvil, y Harry Styles, Drake, Kelsea Ballerini, Pink, Taylor Swift y Lil Nas X también han sido blanco de objetos lanzados por los fans. “Lo más repugnante que he presenciado, varios años consecutivos en un festival, ha sido la práctica de lanzamiento de minis de cerveza (o de líquidos más desagradables) por el aire, mini que luego cae sobre otros asistentes y sobre el propio escenario”,afirma Charlie Bautista, músico con muchos años de experiencia, miembro de Egon Soda y que ha girado entre otros, con Xoel López, Russian Red, Coque Malla y, actualmente, Christina Rosenvinge.


Y además no todo el mundo está de acuerdo con las pautas de Lucy Mae Walker. De hecho, Rowetta, de The Happy Mondays, le replicó en un debate televisivo. “Canto en funerales, canto para personas con problemas de aprendizaje, personas con Tourette, niños... hablan, son molestos, no siempre escuchan... pero les encanta mi voz y les encanta la conexión que tenemos… ¿Cómo puedes cobrar a los fans y luego decirles que se callen? Cantas para ti, deberías cantar para el público. Estás en el juego equivocado si no te gusta que la gente hable y se divierta. Deberías ser maestra... o carcelera”.


El grupo Ginebras durante la gala de los premios Ídolo en el Gran Teatro Caixabank Príncipe Pío de Madrid el pasado marzo.BEATRIZ VELASCO (GETTY IMAGES)

Rápidamente acudió en auxilio de Walker el veterano crítico Simon Price. “Soy periodista musical desde mediados de los años ochenta, y una cosa que puedo afirmar con seguridad es que el comportamiento de la gente en los conciertos ha empeorado de forma objetiva y observable con el paso del tiempo”, escribió enThe Guardian. Y no es el único: Fernando Neira, periodista y crítico de conciertos opina que en España pasa lo mismo. “La actitud del público español en cuanto a respeto nunca ha sido exquisita, pero va a peor. Sin ser sociólogo creo que puede influir que esta fiebre individualista que vivimos hace que parte del público piense que pagar una entrada le da derecho a hacer lo que quiera durante el tiempo que dura el espectáculo. Y también esta tendencia tan posmoderna de instagramizar el momento. Es mejor inmortalizar el momento que vivirlo”.


En realidad esa es la novedad: no se trata de un público tan fanático que no puede reprimir sus emociones, sino de todo lo contrario. Un público pasivo agresivo, cuando no agresivo a secas. Esos que van a los conciertos no porque les guste, sino porque es donde hay que estar. Al parecer, los que se pasaban el concierto charlando, cada vez son más. O al menos cada vez les da más igual lo que piense el resto. Cuenta Neira que él siempre ha señalado en sus textos cuando se ha encontrado en un concierto con público indiferente a lo que pasaba en el escenario y que molestaba al resto de la audiencia. “Y he recibido críticas por eso que decía de que hay gente que cree que si paga, eso incluye comportarse de forma impropia. Como ejemplo de que las cosas van a peor, te diré que esto, que era muy habitual que pasara en las salas de mediano aforo, hace una semana me ocurrió en un espacio tan angosto como el Café Central de Madrid, en el que apenas caben 80 personas. Estaba en un concierto de un trío de jazz y tres amigos que estaban en la mesa estuvieron charlando y riendo. Y cuando les miraba, lejos de intimidarse me devolvían la mirada de forma desafiante para que me intimidase yo”, concluye.


Bad Gyal en directo en MadridEUROPA PRESS NEWS (EUROPA PRESS VIA GETTY IMAGES)

En lo que casi todo el mundo está de acuerdo es en cuál fue el momento en el que, parafraseando a Vargas Llosa, “se jodió el Perú”: “La evolución del público en los conciertos ha cambiado desde que existen los móviles. Partiendo de la base de que en este país somos muy de hablar en los conciertos, y eso creo que es una cuestión más cultural que educacional, desde que existen las redes sociales, lo de ver millones de pantallas por encima de las cabezas se ha convertido en algo normal”, dice Lorena Jiménez. “Supongo que el comienzo de la era de pantallas y teléfonos inteligentes es un momento clave, pero en los últimos diez años lo noto especialmente”, asegura Charlie Bautista, que, como Fernando Neira, incide en un punto: los conciertos no son más que una prolongación de la sociedad. “Si la cantidad de irrespetuosos es en proporción mayor sería una afirmación poco responsable por mi parte, pero lo que sí puedo decirte es que aquellos que se comportan de forma cuestionable, lo hacen cada vez peor.

 

Conductas más o menos inapropiadas existen desde siempre en los conciertos. La diferencia ahora es que la incultura, la ignorancia, la mala educación… ya no se viven con vergüenza, sino más bien al contrario, algo que influye en la proliferación del no saber estar pero también del ‘no quiero ni me importa saber estar’. Diría que se han deteriorado los modales en general y el público no deja de ser un reflejo”, concluye el músico.



El artículo original está publicado en EL PAIS