Sin duda, la zarzuela es hoy una gran desconocida. En España –no así en la América Hispana– apenas contamos con dos temporadas que lo cultivan de forma monográfica: la del Teatro de la Zarzuela de Madrid, coliseo, por cierto, construido por los compositores de zarzuela en 1856, y la del Teatro Campoamor de Oviedo.
La escasa oferta va relegando poco a poco el género al olvido, privando así a las nuevas generaciones de la posibilidad de conocer el espectáculo de consumo por excelencia de la España contemporánea, que contiene músicas diversas, divertidas, chispeantes, modernas y de gran calidad.
Una de las características más representativas de la zarzuela es su inmensa capacidad de adaptación, hecho que le ha permitido mantenerse como género «vivo» durante más de tres siglos, desde su nacimiento en el Siglo de Oro. Nuevos estilos y nuevas músicas eran pronto adoptadas como propias por un género que ha funcionado como un inmenso repositorio que ha dado cabida casi a cualquier fórmula de teatro musical en castellano que combine escenas declamadas y números musicales.
Títulos tan diversos como Los celos hacen estrellas (1672), Acis y Galatea (1708), Las labradoras de Murcia (1769), Jugar con fuego (1851), La Gran Vía (1886), La verbena de La Paloma (1894), La corte de Faraón (1910), Luisa Fernanda (1932) o El canastillo de fresas (1951) revelan la inmensa versatilidad de este género de teatro musical que nace en el seno de los espectáculos operísticos, pero que ha ido metamorfoseándose de mil y una maneras en sus más de trescientos años de vida.
Un género hispanoamericano
La zarzuela fue, además, un género casi global en un mundo que todavía no lo era. Los títulos que se estrenaban en España se difundían con celeridad por la América Hispana, que considera la zarzuela como propia, llegando a servir de modelo también para el desarrollo de subtipos americanos como la zarzuela cubana o mexicana.
El vínculo cultural con España era tan grande que, incluso en los años siguientes a los procesos de independencia, los distintos países hispanoamericanos continuaron consumiendo zarzuela española con fruición: fue entonces la cultura común la que logró trascender a las circunstancias político-coloniales.
Públicos de Madrid, Barcelona, Cádiz, La Habana, Puerto Rico o Manila eran capaces de reconocer, disfrutar y tararear la habanera de La verbena de La Paloma, el vals del Caballero de Gracia de La Gran Vía o las seguidillas de Paloma de El barberillo de Lavapiés (1874): era «su» música de consumo además del hecho cultural que les mantenía interconectados.
No sólo las melodías acompañaban el devenir diario, también las fórmulas chistosas y los ripios de los libretos –«Te espero en Eslava tomando café»– pasaban al idioma, e incluso se recurría a la zarzuela para dar nombre a cosas diversas. Por sólo citar dos ejemplos, la terrible gripe de 1918 o gripe «española» pasó a ser conocida como el «soldado de Nápoles», pues era tan «contagiosa» como el fragmento musical homónimo de La canción del olvido (1910), y las botas de agua acabaron siendo «katiuskas» por ser parecidas a las de media caña que calzaban las coristas que estrenaron dicha zarzuela de Sorozábal en Barcelona en 1931.
Música popular
Además, la zarzuela es uno de los ejemplos de la historia de la música que, tras nacer como género culto de autor, es asumido por el pueblo que le da origen, deviniendo en cultura popular. De hecho, algunos de sus fragmentos –como, por ejemplo, el tango-habanera «Pobre chica, la que tiene que servir…» de La Gran Vía o la mazurka de las sombrillas de Luisa Fernanda– han devenido en músicas populares: tan definitorios del ser musical español como lo puedan ser un fandango o una muñeira.
Desde la Revolución de 1868, el género disfrutó de un consumo masivo y voraz en España e Hispanoamérica, formando parte de un sistema teatral que demandaba novedades de continuo, desarrollando un nuevo concepto de ocio, posteriormente asumido por el cine.
Las zarzuelas no sólo se escuchaban en los teatros, sino que sonaban también en los pianos y pianolas domésticos, en los sextetos de los cafés y las salas de baile, en las miles de bandas que tocaban en los kioscos de música, en las murgas y en los organillos callejeros. De hecho, podríamos decir que fue el primer género de música popular urbana de España y el resto de países hispanos, una música contemporánea que incorporaba todas las novedades sociales y musicales, y cuyos éxitos pronto pasaban a formar parte del paisaje sonoro de pueblos y ciudades.
Historia de España contemporánea
En este sentido, no hay forma más divertida de conocer la evolución social de la España contemporánea que aproximándose a la zarzuela, pues en su último siglo de vida (1850-1950) se hace eco de los inmensos cambios que vive el país. Así, el repertorio recoge la relevancia de las novedades técnicas, desde la llegada del ferrocarril –equiparable a la llegada hoy de la alta velocidad–, al gas, la luz eléctrica, el ascensor o el automóvil, el fonógrafo, la fotografía –el mismo Chueca incorpora diversos «fotógrafos» como personajes en sus sainetes–, el «Skating-ring» o el cinematógrafo.
Los textos incorporan personajes famosos –políticos, toreros, cupletistas…– y están trufados de críticas vivísimas a la política y la sociedad contemporáneas. Esa capacidad de reflejar la realidad y su carácter noticioso le da al repertorio una atractiva frescura capaz de otorgar a las nuevas generaciones una inmersión en el pasado de forma directa, divertida e instantánea.
Su poder evocador se multiplica gracias a la música. Las partituras de zarzuela no sólo incluyen músicas de tradición oral española como la jota, el fandango, la alborada, las seguidillas o la habanera, sino que también introducen los ritmos modernos, desde las danzas urbanas de salón –vals, mazurka, polonesa, polka, etc.– hasta los ritmos americanos –machicha, danzón, tango, cakewalk, fox, fox-trot, shymmy…–.
Era la «lista de reproducción» de hombres y mujeres de la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX, que se veían reflejados en aquellas historias sentimentales, abordadas con mirada amable y divertida, reflejo veraz de un país en continua evolución hacia la modernidad.
En la actualidad
La zarzuela como género vivo dejó de componerse de forma masiva en los años cincuenta del siglo XX. Otras músicas populares urbanas y sus medios de difusión llegaron con fuerza y ocuparon su lugar en las preferencias de los públicos más jóvenes. De hecho, encontrar desde entonces un compositor llamado a escribir zarzuelas es toda una rareza. Y las escasísimas obras que se definen como tales –Los vagabundos (1977) y Fuenteovejuna (1981), de Moreno Buendía, o Maharajá (2017), de Guillermo Martínez– ante el análisis, evidencian su naturaleza de comedias musicales.
Desde 2018 esperamos que se materialice el estreno de Policías y ladrones, zarzuela encargada por el Teatro de la Zarzuela de Madrid a Tomás Marco, que la huelga de empleados del coliseo en 2018 y la covid-19 en 2020 impidieron.
Sin embargo, considero que el futuro del género no está tanto en la escritura de partituras nuevas como en lograr su (re)descubrimiento por las nuevas generaciones. La musicología universitaria ha avanzado mucho en la edición de partituras y los estudios académicos sobre la zarzuela y sus autores, pero sigue siendo necesario conectar con el público joven, y eso sólo lo puede lograr la magia del teatro.
El tiempo nos dirá si proyectos como Zarza, “zarzuela hecha por jóvenes y para jóvenes”, consiguen su objetivo. Yo soy plenamente feliz cuando uno de mis alumnos universitarios, tras estudiar y escuchar las partituras de Chueca, Barbieri, Gaztambide o Literes, se maravilla por su belleza y calidad y los incorpora a su «lista de reproducción» personal. Ese descubrimiento y los que vengan después le habrán ganado ya para siempre para la causa de la cultura.
María Encina Cortizo Rodríguez, Catedrática de Universidad, Musicología, Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.