Esta semana hemos recibido la triste noticia del fallecimiento de Cristóbal Halffter. Como muchos de mis colegas musicólogos y compositores de mi generación, tuve la ocasión de conocerle en sus cursos de composición de Villafranca del Bierzo y de seguir sus conferencias en los Cursos de Verano de la Fundación Complutense.
Su reverencia crítica ante la tradición fue admirablemente expuesta en el curso que organizó en San Lorenzo de El Escorial “La influencia de Juan Sebastián Bach en los compositores del siglo XX”, en el año 1999, junto a Antón García Abril –también llorado este año– y Tomás Marco.
Allí nos impresionó su seriedad y, al mismo tiempo, su cercanía con los jóvenes estudiantes que entonces éramos. En todas las sesiones subrayaba el valor del esfuerzo y nos desveló al Bach de la Pasión según San Mateo cuya música permitía, por encima de todo, “pensar al hombre contemporáneo”. Aquellos que quisieran hoy emborronar sus partituras renegando del genio alemán harían, sin duda, “una música mermada de posibilidades”.
Esto no quiere decir, en absoluto, que la composición cerebral y la complejidad arquitectónica del contrapunto lleguen a anular la auténtica expresión, como muchos han leído mal en su obra, de fuerte naturaleza monumental. Tanto en su discurso como doctor honoris causa por la Universidad Complutense en 1996 –junto a Carmelo Bernaola, Luis de Pablo y Tomás Marco– como en su discurso de ingreso en la Real Academia de Doctores, Cristóbal Halffter expuso los peligros de esa otra dictadura de la razón, en nombre de la cual se han organizado los mayores crímenes de la humanidad en los siglos pasados y presente.
Entre los abismos del sentimiento y la razón, esta última nunca dejó de ser para nuestro compositor el bocado –esa parte final de las bridas que emboza al caballo de la imaginación–, y que en alemán recibió el nombre de “Halfter”, tal y como resume la etimología de su apellido, procedente de la Prusia oriental.
Al encuentro de la muerte
Los músicos somos muy conscientes del valor de la disciplina, la imitación y el aprendizaje. Sin embargo, desde nuestra “fogosa” juventud, no supimos ver entonces que el sentido de aquella cautelosa y al mismo tiempo fecunda actitud de Halffter frente al arte procedía de un profundo espíritu melancólico que iba más allá de la veneración del pasado.
No de una melancolía entendida como renuncia, parálisis o decaimiento sino, antes bien, como una fuerza excepcional presente en la ética de Aristóteles. Y es aquí, desde algunos episodios artísticos y sociales de su vida, desde donde quizá podamos leer las trazas de esa poderosa melancolía.
Muchos compañeros de mi generación tomamos contacto con su música gracias al vinilo dirigido por José Luis Temes Cristóbal Halffter, Grupo Círculo (Grabaciones Accidentales, 1988), sus obras Antifonismoi (1967) –de cierto carácter gestual improvisatorio–, Oda (1969), y el Concierto para flauta y sexteto de cuerdas (1982), precisamente interpretado por la hija del compositor. La sobriedad y economía de aquellas composiciones nos fascinó a muchos. Ahora bien, ¿de dónde venía aquella rotunda depuración? Probablemente de un encuentro familiar con el otro lado de nuestra existencia.
Música y arquitectura
Halffter mantuvo durante toda su vida una estrecha relación con el arquitecto daimieleño y universal Miguel Fisac, al que le unía una singular amistad gracias a las matemáticas –argamasa de sus artes respectivas–, tal y como confesó en su último viaje a las tierras de La Mancha un 15 de junio de 2006 en el homenaje que el Colegio de Arquitectos de Ciudad Real tributara a Fisac tras su fallecimiento en el mes de mayo.
Entre los dos genios hubo una profunda sintonía, prolongada en la relación de sus hijos. La muerte de la hija de Miguel Fisac, Anaïck, con tan solo seis años de edad, motivó un extraordinario treno del compositor en su In memoriam Anaïck (1967), para niño recitador, coro de niños y voces mixtas y conjunto instrumental, en cuya escucha uno alcanza el enorme dolor que atravesó a ambas familias.
Aquella obra fue estrenada en la Iglesia de Santa Ana, en el barrio de Moratalaz, levantada por el arquitecto manchego a la memoria de su hija. Ambas obras, musical y arquitectónica, y se entenderá bien más adelante, constituyen una profunda respuesta melancólica al golpe inesperado de la adversidad. Construida desde el lenguaje modal gregoriano, la composición conduce hacia un “Aleluya” final homofónico, como puerta para la esperanza final.
Esta capacidad de transformación de la tradición es una constante permanente en la obra de Halffter y no solo de nuestra tradición clásica —como ocurre con el Fandango del Padre Soler en su Fandango, Preludio a Madrid 92–, sino también antropológica.
Recodemos aquí su composición Las turbas, entregada para la XXXV edición de la Semana de Música Religiosa de Cuenca, donde supo transformar el tumulto del camino hacia el calvario en un enfebrecido clamor de sobriedad ética. Otra obra donde la muerte espera al final del camino, como había de esperar en su ópera Don Quijote a otro laico redentor.
Juan del Encina y las 'listas de sangre’
El propio hogar del compositor, el castillo-palacio de Villafranca del Bierzo, fundado en 1480, en tiempos de Juan del Encina, y desde siempre habitado por la misma familia, fue testimonio de esa transformación y renovación vital que se sobrepone a las generaciones perecederas.
Precisamente en nuestro libro, Más vale trocar… Cinco viajes musicales por la literatura de la España moderna (1496-1645), visitaba parte de su obra, pues Halffter mostró siempre un singular aprecio y respeto por Juan del Encina, cuyas música y textos reaparecen repetidas veces en sus composiciones.
Como él, el músico y poeta salmantino renovó el cancionero desde su talento doble, no exento de un claro posicionamiento artístico y de una notable razón política.
Halffter recogerá en Versus (1983) el dolorido sentido del romance del poeta salmantino y citará su “Triste España sin ventura” –un lamento estoico y melancólico ante la muerte caprichosa que truncaba el futuro del príncipe Juan, heredero de los Reyes Católicos– como respuesta musical a un momento de máxima tensión política que se vivía en España tras el golpe de estado de Tejero.
Pocos saben que la posición política de Halffter en este momento llevó a la inclusión de su nombre en una “lista de sangre” (véase el artículo “Listas de sangre para el 24-F” en Actual, n.º 25, 20 de agosto de 1982, en la tercera columna, junto al nombre de Luis de Pablo).
Halffter y la melancolía
El lenguaje de Halffter no fue, desde luego, sencillo –como muy bien estudió nuestro colega Germán Gan, máximo especialista en su figura–, pero sí fue extraordinariamente honesto y económico en su propuesta y credo. En Halffter nunca hubo ampulosidad: confesaba que no quería ser moderno o vanguardista, simplemente quería ser él. Algo que no podía evitar, al igual que el crecimiento del cabello o las uñas.
Advirtió sobre la facilidad de buscar en tiempos de Franco la libertad, cuando se conocía bien cómo estaba recortada la sombra del dictador. En sus propias palabras, “sabíamos contra qué luchábamos”. En estos días, sin embargo, las veladuras sobre la verdad y la humanidad, impuestas por una atronadora falta de ética, vulgaridad e indeferencia, “hace más difícil saber contra qué pronuniciarse”, como él mismo reconocía. Aún así, su rigor le impedía atribuir la maldad que con frecuencia predicamos de nuestros semejantes: “Lo que hay son personas equivocadas que tratan de imponerse y eso es lo que nos parece maldad”.
Recientemente, el documental de Asier Reino Cristóbal Halffter: la libertad imaginada, en coproducción con RTVE, nos ofrece una extraordinaria semblanza de su persona.
Aristóteles y el ‘hombre excepcional’
Melancolía, inspirada sobre la obra de Alberto Durero fue su última obra estrenada por la Orquesta de Basilea. Retirado en su castillo tras el ictus que sufrió en el año 2017, nos ha dejado, como Mozart, un Requiem inacabado –más bien abandonado–, iniciado tras la muerte de su esposa Marita.
“Melancolía”, en griego μελαγκολια ας, (μελας = negro, y por extensión, triste; y χολης, bilis) arrastra una concepción ética aristotélica que Cristóbal Halffter conocía muy bien. Por encima de la moral, nuestro compositor siempre defendió una respuesta ética: esta bilis negra o tristeza es siempre necesaria, pues ofrece al hombre la posibilidad de que, durante su existencia –su intervalo y circunstancia, su kairós, καιρός– demuestre y obre según su eucrasia (ευ, bien y κρασις, mezcla) empleando la combinación que mantenga esa bilis adversa en una temperatura justa para demostrar su virtud y buen comportamiento, solo al alcance de los seres excepcionales.
En sus Problemas XXX.1 Aristóteles decía: “Todos los hombres excepcionales son melancólicos”. La melancolía es, pues, la excepcionalidad reservada para los grandes personajes: como lo fue Encina, Cervantes, Alonso Quijano en la ficción, o Fisac. Y, sobre todo, para los grandes hombres como Cristóbal Halffter, quien supo hacer siempre de la adversidad el alimento del arte. En definitiva, un melancólico excepcional.
Juan José Pastor Comín, Profesor Titular de Universidad. Área: Música. Investigación: Relaciones entre Música y Literatura, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.