Fernando IV de Castilla tuvo una vida breve pero intensa. A los nueve años heredó la corona de su padre Sancho IV y su reinado se caracterizó por un permanente enfrentamiento con parte de la nobleza castellana, una verdadera guerra civil. Su principal valedora fue su madre, María de Molina, que le ayudó a defenderse de los nobles castellanos y evitó en numerosas ocasiones que fuera destronado, incluso tras su mayoría de edad.
En septiembre de 1312, unas semanas antes de cumplir los veintisiete años, mientras preparaba en Jaén la conquista de Granada, murió de manera inesperada en su lecho, sin que hubiera testigos. Según la Crónica de Fernando IV, pocos días antes había mandado ajusticiar a dos hermanos de apellido Carvajal, acusados de haber asesinado algunos años antes a su valido y amigo Juan de Benavides:
“É estos cavalleros, quando los el rey mandó matar, veyendo que los matavan con tuerto, dixeron que emplasavan al rey que paresciese ante Dios con ellos á juisio sobre esta muerte que él les mandava dar con tuerto, de aquel dia en que ellos morían á treynta dias. (…) É este jueves mesmo, siete dias de setiembre, víspera de Sancta Maria, hechose el rey é dormir, é un poco después de medio dia falláronle muerto en la cama, en guisa que ninguno lo vieron morir. É este jueves se cumplieron los treynta dias del emplaçamiento de los cavalleros que mandó matar en Martos.”
Crónica de Don Fernando el IV.
Cuenta la leyenda que el rey ordenó ejecutarlos de manera especialmente sanguinaria, lanzándoles desde lo alto de la Peña de Martos metidos en una jaula de hierro con púas afiladas hacia el interior.
Una leyenda romántica
Desde el siglo XVI los historiadores han cuestionado la veracidad del emplazamiento (que los hermanos Carvajal supuestamente hicieron al rey para verse en un juicio ante Dios) y la truculenta muerte de don Fernando, lo que no impidió que la leyenda floreciera con especial fuerza durante el Romanticismo.
Bretón de los Herreros estrenó en 1837 un drama histórico en cinco actos sobre el tema, mientras que el cuadro Los últimos momentos de Fernando IV el Emplazado, pintado en Roma en 1856 por José Casado del Alisal (comprado en 1860 por el Gobierno para el Museo del Prado y hoy depositado en el Palacio del Senado), representa la expiración del monarca ante la mirada fantasmal de los dos hermanos ajusticiados.
El mismo argumento fue escogido por Valentín María de Zubiaurre (Garay, Vizcaya, 1837 – Madrid, 1914) para su segunda ópera, con un libreto que convierte la leyenda medieval en la lucha del pueblo castellano contra la tiranía de su monarca.
Una formación transoceánica
Zubiaurre se inició como niño de coro en la Colegiata de Santiago en Bilbao, donde aprendió de Nicolás Ledesma los fundamentos del arte musical. Dificultades económicas le impidieron continuar su educación en alguna capital europea como Bruselas o Nápoles, lo que le llevó a buscar fortuna en América. Sus ocho años en Venezuela, trabajando como profesor de piano y concertista ocasional, supusieron una experiencia personal muy diferente de otros músicos de su época. En 1861 regresó a España y continuó sus estudios en el conservatorio de Madrid con Hilarión Eslava, legendario maestro de la Real Capilla.
Su primera ópera, Luís Camoens (1864), fue un trabajo académico que nunca llegó a estrenarse. Su segunda ópera, consagración definitiva, fue precisamente Don Fernando el Emplazado.
Todavía fue seguida por una tercera, Ledia, escrita en 1873, que dio comienzo a un punto de inflexión definitivo en su carrera: nombrado académico de Bellas Artes y becado en la Academia de España en Roma, pudo conocer de primera mano la vida musical de Italia y visitar Viena y París. En 1875 regresó a España al ser nombrado segundo maestro de la Real Capilla, sucediendo a Eslava tres años más tarde, lo que supuso el abandono casi completo de la ópera para dedicarse en exclusiva a la música religiosa.
Defensor de la ópera en español
De su viaje por Europa dejó una extensa memoria donde plasma sus reflexiones sobre la música de su tiempo. Sus preferencias se inclinan sobre todo hacia la ópera italiana, y refleja sus reservas hacia Wagner, a quien considera “como un Churriguera músico, o como una excentricidad artística”. Le reconoce, eso sí, que se oiga “tan clara y distintamente hasta la última palabra que pronuncia el actor”.
Zubiaurre enfatiza en muchos momentos de la memoria la importancia de la inteligibilidad del texto y alaba que, a diferencia de España, las distintas naciones europeas utilicen su propia lengua para la ópera. Concluye su memoria con una petición al Gobierno y al rey, que resultó infructuosa, para “que en cada año se establezca una temporada de ópera española en el Teatro Real, alternando con otras óperas traducidas al español, mientras no tengamos el suficiente número de óperas escritas en nuestro propio idioma”, probablemente reflejando sus propias dificultades.
Una obra de su tiempo
Don Fernando el Emplazado reúne muchas de las claves que definen el complejo crisol social y cultural de España alrededor de 1870. Por un lado, su gestación corre paralela a los convulsos años de la Revolución de 1868, la monarquía de Amadeo de Saboya y la Primera República, lo que podría explicar que escogiera un argumento que presenta a un monarca moralmente deleznable, y también quizás el éxito de la obra.
Por otro lado, la obra se enmarca en la singularidad de la escena madrileña que, desde mediados de siglo, estaba dominada por dos tendencias diferenciadas y complementarias (algunos dirían que opuestas): el auge de la zarzuela, el espectáculo de mayor popularidad desde la fundación del teatro homónimo en 1856, que frecuentaban todas las clases sociales; y la consolidación de ópera italiana, entretenimiento de las élites desde la inauguración del Teatro Real en 1850 –rebautizado como Teatro Nacional de Ópera tras la Gloriosa–, cuyo repertorio no era muy diferente de lo que se podía escuchar en muchos teatros europeos, sobre todo Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi y Meyerbeer, siempre cantados en italiano.
El inicio de la ópera española
Los compositores españoles estaban prácticamente excluidos, ya que tras dos reestrenos de Emilio Arrieta en los años 1850, no se interpretó obra alguna de compositor español durante más de quince años.
Fueron estas dificultades las que llevaron a convocar en 1867 un Certamen Nacional de Ópera, que permitiera “la instalación del espectáculo de la grande ópera española”. Zubiaurre, enfrascado en la composición de una ópera en lengua italiana sobre la leyenda de Fernando IV, encargó la traducción del libreto a dos jóvenes poetas, Ángel Mondéjar y Evaristo Silió (ambos fallecidos en 1874), y adaptó la partitura a la poesía en castellano (parece que posteriormente la traducción fue revisada a fondo por Mariano Capdepón).
La obra alcanzó uno de los premios del certamen e inauguró el Teatro Alhambra el 12 de mayo de 1871, con presencia del nuevo monarca Amadeo de Saboya. Dos meses antes, Emilio Arrieta había conseguido representar la adaptación operística de Marina en el Teatro Real, excepcionalmente cantada en español. Esta confluencia, después de varios años de sequía, conllevó que ambos estrenos fueran considerados por la crítica como el verdadero inicio de la opera española –entendiendo como tal ópera en lengua castellana–, a pesar de que ambas se habían gestado como algo diferente: Marina fue escrita originalmente como zarzuela y Don Fernando como ópera en italiano.
Una ópera europea
Tres años más tarde Don Fernando fue llevada al escenario del Teatro Real en la versión italiana primigenia, con un plantel de lujo de estrellas internacionales que incluía al famoso Tamberlick –el tenor europeo más destacado del tercer cuarto del siglo– en el papel de don Pedro. A diferencia de otros países, para triunfar en el mundo de la ópera en España seguía siendo necesario cantar en la lingua franca.
A pesar de su temática “nacional”, no puede decirse que Don Fernando el Emplazado sea una ópera nacionalista, ya que todos sus rasgos, incluyendo la ambientación española, eran moneda corriente en la gran ópera europea del momento. Ahí están La Favorite de Donizetti y las últimas creaciones de Verdi, La forza del destino y Don Carlos, así como alguna ópera española reciente como La conquista di Granata de Arrieta (1850).
Zubiaurre traslada a la partitura su profundo conocimiento tanto de las convenciones de la grand opéra francesa, como de los compositores italianos. En su obra encontramos todos los ingredientes musicales que podría esperar un espectador contemporáneo: romanzas del tenor, cavatinas de la prima donna, varios duetos, además de un brillante terceto y dos grandiosos números corales, junto a preludios e interludios que anticipan o rememoran muchos de los temas melódicos de los números principales, todo vestido con una gran orquestación y una planificación armónica excepcionalmente rica para lo que se solía escuchar en España. A la luz de sus características musicales y dramáticas, Don Fernando debería considerarse más bien un ejemplo paradigmático de ópera europea.
La partitura completa en italiano de Don Fernando ha sido reconstruida por el profesor Francesco Izzo –Editor General de Le Opere di Giuseppe Verdi (Ricordi / Chicago)–, que ha estudiado y comparado diferentes fuentes musicales.
Con su estreno moderno, el Teatro Real explora su propia historia, su propio pasado, construido no solo del gran repertorio europeo, sino también de apuestas singulares como esta ópera que, por diversos motivos, no precisamente estéticos, han permanecido en el olvido desde entonces.
Este artículo es una versión reducida del publicado en el programa de mano de la ópera ‘Don Fernando, El Emplazado’ presentada en versión concierto el 15 y 17 de mayo de 2021 en el Teatro Real de Madrid.
Álvaro Torrente, Catedrático de Musicología y director del Instituto Complutense de Ciencias Musicales, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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